La Garrafa del Tiempo
El miércoles cumplí 50 años y como acordamos con mis amigos de la universidad sería una fecha para reencontrarnos y desterrar esa garrafa que pusimos a añejar hace 32 años. Nada era seguro, se suponía que nos juntaríamos a la 13:30 de la tarde en la puerta de la universidad para así desplegar el mapa que escribimos en un trozo de cuero y avanzar hasta el punto clave donde encontraríamos la garrafa soñada.
El día estaba medio nublado y con un viento muy tibio. La verdad es que el cielo tenía un color tan diferente a lo normal, tonos medios grises con nubes anaranjadas, que ya hacían de la tarde un momento especial, pero finalmente gracias al desenlace de la historia no fue medianamente, sino fue totalmente especial.
Como nada era seguro fui sólo para ver si el resto se acordaría de aquel trato fraternal que acordamos años antes. Yo sí lo había hecho durante todo el tiempo y estaba ansioso de ver qué pasaba. Pero insisto nada era seguro. Si llegaban, bueno, sino que pena, pero yo la desenterraría igual.
Pasó que a eso de las 10 de la mañana fui hasta el garaje de mi casa, registré todos los rincones en busca de palas y cuando ya tenía tres partí al encuentro. De mi casa salí con mucho tiempo de anticipación, pero en el camino un camión se había dado vuelta provocando un gran taco, con el que me atrasé más de media hora.
¿Y si llegaron, se habrán ido? Cómo saberlo, perdí el contacto de todos y no sé si aún viven en esta ciudad.
La verdad es que tantas preguntas fueron en vano porque cuando llegué a la universidad, no alcancé a estacionarme cuando ya vi que en la puerta estaban todos mis amigos conversando tentados de la risa. El guatón Rodríguez, igual pero con el pelo blanco. ¡Giulio! Quién iba a pensar que el mino del grupo se deterioraría tanto. Estaba más gastado que llanta de camión. Nos saludamos, conversamos un rato, nos abrazamos y no esperamos más. Buscamos el punto de inicio, repartí las palas, seguimos las coordenadas del gastado pedazo de cuero y llegados al punto donde supuestamente habíamos enterrado la garrafa, nos pusimos a cavar.
Con el apuro de comprobar si ésta aún seguía ahí no tomamos las precausiones necesarias y depronto una de las palas sonó muy fuerte, había chocado con el asa de la garrafa y ésta se trizó y se corría el riesgo que los surcos avanzaran provocando una fractura integra del vidrio.
Tuvimos que detener el uso de las palas. Tuvimos que retirar la tierra cuidadosamente con las manos. Nos demoramos más pero llegó un momento casi bíblico, las nubes avanzaron en el cielo y un as de luz iluminó el líquido magenta que se encontraba tras el espeso vidrio verde. Fue un momento increíble, faltó que de fondo sonara uno de esos temas de John Williams en las películas de Steven Spielberg. Yo estaba emocionadísimo. Primero mis amigos, después el hallazgo de la garrafa verde musgo que estaba intacta, que pese al paso del tiempo, los terremotos, y los cambios dentro de la universidad seguía esperándonos para ser compartida.
Una emoción que hablaba de mi historia y que debía celebrarse a como de lugar. El vino prometía gran sabor. Su uva superaba los 40 de cosecha. Nos fuimos en caravana a mi casa. Yo tenía preparado un asado para disfrutar el día si es que todo se daba como habíamos prometido y así no más fue, las cosas iban viento en popa.
Una vez llegados a mi sucucho nos reunimos en torno a la mesa y para destapar el botellón, que tenía un grueso corcho café.
El botellón desprendió un intenso aroma añejo, que tiño de gris el ambiente y nos trasladó en cosas de segundo al año 1974, todos vestidos de hippie, nos encontrabamos reunidos en La Piojera, esperando que nos entregaran la garrafa.
Ahí justamente en esa cantina matábamos el tiempo en nuestras andanzas de jóvenes adolescentes. Mis amigos y yo muy distintos, pero la Piojera seguía intacta con las mismas mesas, vasos, decoración y esa máquina registradora que me hacía soñar cada vez que sonaba a la entrega de su boleta. Ahí en ese bar donde todos ebrios cantábamos junto al acordeón y en donde en el muro de los recuerdos quedaban estampados los sentimientos de todos os chilenos que entraban a beber algo o a disfrutar de un sabroso pernil al jugo.
Mientras compartimos el vino de aquella añorada garrafa del tiempo, nos perdimos en los recuerdos para revivir los mejores momentos de nuestro paso por la universidad. De aquellos años donde los jóvenes vivían sus vidas sin depender de un sistema tan avasallador como el que viven nuestros hijos hoy en día.
El día estaba medio nublado y con un viento muy tibio. La verdad es que el cielo tenía un color tan diferente a lo normal, tonos medios grises con nubes anaranjadas, que ya hacían de la tarde un momento especial, pero finalmente gracias al desenlace de la historia no fue medianamente, sino fue totalmente especial.
Como nada era seguro fui sólo para ver si el resto se acordaría de aquel trato fraternal que acordamos años antes. Yo sí lo había hecho durante todo el tiempo y estaba ansioso de ver qué pasaba. Pero insisto nada era seguro. Si llegaban, bueno, sino que pena, pero yo la desenterraría igual.
Pasó que a eso de las 10 de la mañana fui hasta el garaje de mi casa, registré todos los rincones en busca de palas y cuando ya tenía tres partí al encuentro. De mi casa salí con mucho tiempo de anticipación, pero en el camino un camión se había dado vuelta provocando un gran taco, con el que me atrasé más de media hora.
¿Y si llegaron, se habrán ido? Cómo saberlo, perdí el contacto de todos y no sé si aún viven en esta ciudad.
La verdad es que tantas preguntas fueron en vano porque cuando llegué a la universidad, no alcancé a estacionarme cuando ya vi que en la puerta estaban todos mis amigos conversando tentados de la risa. El guatón Rodríguez, igual pero con el pelo blanco. ¡Giulio! Quién iba a pensar que el mino del grupo se deterioraría tanto. Estaba más gastado que llanta de camión. Nos saludamos, conversamos un rato, nos abrazamos y no esperamos más. Buscamos el punto de inicio, repartí las palas, seguimos las coordenadas del gastado pedazo de cuero y llegados al punto donde supuestamente habíamos enterrado la garrafa, nos pusimos a cavar.
Con el apuro de comprobar si ésta aún seguía ahí no tomamos las precausiones necesarias y depronto una de las palas sonó muy fuerte, había chocado con el asa de la garrafa y ésta se trizó y se corría el riesgo que los surcos avanzaran provocando una fractura integra del vidrio.
Tuvimos que detener el uso de las palas. Tuvimos que retirar la tierra cuidadosamente con las manos. Nos demoramos más pero llegó un momento casi bíblico, las nubes avanzaron en el cielo y un as de luz iluminó el líquido magenta que se encontraba tras el espeso vidrio verde. Fue un momento increíble, faltó que de fondo sonara uno de esos temas de John Williams en las películas de Steven Spielberg. Yo estaba emocionadísimo. Primero mis amigos, después el hallazgo de la garrafa verde musgo que estaba intacta, que pese al paso del tiempo, los terremotos, y los cambios dentro de la universidad seguía esperándonos para ser compartida.
Una emoción que hablaba de mi historia y que debía celebrarse a como de lugar. El vino prometía gran sabor. Su uva superaba los 40 de cosecha. Nos fuimos en caravana a mi casa. Yo tenía preparado un asado para disfrutar el día si es que todo se daba como habíamos prometido y así no más fue, las cosas iban viento en popa.
Una vez llegados a mi sucucho nos reunimos en torno a la mesa y para destapar el botellón, que tenía un grueso corcho café.
El botellón desprendió un intenso aroma añejo, que tiño de gris el ambiente y nos trasladó en cosas de segundo al año 1974, todos vestidos de hippie, nos encontrabamos reunidos en La Piojera, esperando que nos entregaran la garrafa.
Ahí justamente en esa cantina matábamos el tiempo en nuestras andanzas de jóvenes adolescentes. Mis amigos y yo muy distintos, pero la Piojera seguía intacta con las mismas mesas, vasos, decoración y esa máquina registradora que me hacía soñar cada vez que sonaba a la entrega de su boleta. Ahí en ese bar donde todos ebrios cantábamos junto al acordeón y en donde en el muro de los recuerdos quedaban estampados los sentimientos de todos os chilenos que entraban a beber algo o a disfrutar de un sabroso pernil al jugo.
Mientras compartimos el vino de aquella añorada garrafa del tiempo, nos perdimos en los recuerdos para revivir los mejores momentos de nuestro paso por la universidad. De aquellos años donde los jóvenes vivían sus vidas sin depender de un sistema tan avasallador como el que viven nuestros hijos hoy en día.
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